sábado, 13 de agosto de 2005

EL RELOJ

Cuando Carmela bajó del minibús pudo respirar más tranquila el aire fresco de la noche, pues en realidad era estresante tener que viajar todos los días con el temor de ser víctima de un asalto. Si no fuera por el buen trabajo que consiguió, ella está segura de que no se arriesgaría a caminar sola a esta hora de la madrugada.

Carmen siguió caminando una cuadra más y difícilmente oía el zumbar de los autos que comenzaban a pasar de vez en cuando sobre la avenida. Miró el reloj y se dio cuenta de que ya era más tarde de lo habitual y posiblemente sus hijos ya se encontrarían preocupados por su tardanza. Cuando dobló en la esquina se paró por un instante mirando hacia la calle que estaba tan oscura y parecía la boca de un gran lobo que se encontraba ansioso, esperando su llegada para saciar su hambre. Carmen aún no se explicaba cómo las autoridades no se hacían responsables por la falta de luz en las calles, pues los únicos faroles que servían eran los dos que se encontraban iniciando la callejuela. Claro está que esta calle era larga, aproximadamente tres cuadras de tamaño normal, aunque más o menos a la mitad. Las vías del ferrocarril partían en dos la larga calle, para la mujer esto le daba un aspecto más tenebroso al lugar.

Carmen era una mujer delgada, de pelo corto, con ojos camaleónicos y de boca chica, a pesar de sus cuarenta y dos años aún se podían percibir las huellas de una hermosa mujer. Había tenido la suerte de encontrar un trabajo en un restaurante que en realidad era muy bien pagado, pero el único inconveniente era su salida en la madrugada, con lo cual descuidaba a sus hijos que disfrutaban de la plena adolescencia y además, ponía en riesgo su integridad física.

Después de un largo suspiro, Carmen comenzó a caminar. El andar se hacía cada día más obligado para la pobre mujer. Así iba, con paso vacilante y voz baja, de hecho era un susurro con el que iba rezando a la Virgen de Guadalupe y al Sagrado Corazón de Jesús, con el fin de que le permitieran llegar con bien a su casa.

Conforme se fue adentrando a la calle sus pupilas se fueron adecuando a la oscuridad y su nariz le comenzó a picar por el fuerte olor que le llegaba, ella no sabía a ciencia cierta lo que era, pero en otras ocasiones ya lo había percibido.

Carmen comenzó a resentir el frío de la madrugada y, cuando asomó al reloj para ver la hora, su caminar y la falta de luz se lo impidieron, pero no importaba pues ella estaba segura de que ya se le había hecho tarde. De pronto, fue arrancada de sus pensamientos cuando escuchó un ruido detrás de ella, de momento apresuró el paso, pero la curiosidad la hizo voltear. Con dificultad pudo ver la silueta de un hombre alto y delgado, que a unos cuantos metros de ella se tambaleaba y al parecer venía fumando. Carmen volvió a apresurar el paso y agarró con fuerza su bolso. La mujer sabía que si cruzaba las vías, al otro lado se encontraría con Don Chucho, que a esa hora aún limpiaba el rezago de sus tacos.

El olor que percibió minutos antes se hizo más intenso y la respiración del hombre la sintió calándole la espalda, ya no soportó más y cuando se disponía a correr una bolsa de tela le cubrió la cabeza, en ese momento quiso gritar y lo único que logró fue que la bolsa le cubriera hasta la parte superior de la boca, dejando libre su mandíbula inferior. Carmen sintió claramente como el hombre amarraba con tal fuerza la bolsa que lastimaba brutalmente las comisuras de sus labios. Ella trató de quitársela de su cabeza con esfuerzos inútiles y pataleos, pero un golpe en el costado la hizo caer al piso, sin aire en los pulmones.

La mujer de pronto sintió como era arrastrada cruelmente por el asfalto y si no se hubiera agarrado de las manos de su opresor, que la jalaba de la bolsa, ella estaba segura que le hubiera arrancado la mandíbula. La mujer pudo sentir la tierra y la humedad de la hierba crecida, con esto tobo la idea de que se encontraba en las vías. Con esfuerzos se quiso levantar, pero una patada en el vientre hizo que se doblara del dolor mientras sentía como era arrastrada hacia adentro de las vías, hacia donde estaban los ferrocarriles.

Cuando por fin se detuvo, Carmen sintió un liquido caliente que recorría hábilmente entre sus piernas, era sangre, producto de la arrastrada por el asfalto. La mujer ya no tuvo más tiempo para pensar, pues de repente sintió unas cachetadas, después unos golpes en la parte del estómago. Regresaron los golpes en la cara y su cabeza fue levantada y azotada unas dos o tres veces en la tierra firme.

La mujer ya estaba rendida, ya no tenía fuerza para gritar y el dolor la consumía. De pronto, sintió un fuerte tirón, con el cual fue despojada de su blusa; después unas manos nerviosas comenzaron a acariciarla y percibió el olor de un aliento fétido encima de ella. El hombre comenzó a besar sus pechos, luego subió al cuello u empezó a lamerle; su saliva era viscosa y su aliento comenzaba a penetrarle hasta el cerebro, donde posiblemente se llenaba de repugnancia. Carmen quiso resistirse, pero otros golpes la hicieron quedar agotada, sin aliento para oponerse. Después de que el hombre le arrancó la falda ella sintió algo con filo, podía estar segura de que era una navaja, con la que el hombre abrió su pantaleta, mientras las medias ya habían sido destrozadas; hizo lo mismo con el sostén. La mujer sólo lloraba mientras aquel hombre la besaba y lamía, dejando su saliva babosa por todo su cuerpo. Sería por demás hablar de cuando la penetró, pues debió de ser la peor repugnancia que ella hubiera conocido; además ese olor jamás lo olvidará. Entre sollozos sintió que el hombre se derrumbaba encima de ella, había terminado su cometido. Carmen sentía sus lágrimas mezclándose con la sangre de su cara, que de seguro la tendría destrozada. De pronto, sintió las manos del hombre presionar su cuello, ella quiso apartarlas desesperadamente y es que no podía ser posible que esto le estuviera pasando a ella; sin fuerza comenzó a sentir que el aire le faltaba y un mareo inundó todo su ser mientras que su vista comenzó a nublarse, después dejo de respirar.

Alberto quitó sus manos hasta que dejó de percibir vida en el cuerpo, después se levantó mientras sus ojos vidriosos veían a su víctima. Con su mano diestra se limpió los labios, dejando residuos de baba en las comisuras. Desesperadamente buscó un cigarro y, mientras disfrutaba de la marihuana, observó el reloj que se había desprendido de la mano de Carmen, lo levantó torpemente y se acercó a quitarle la bolsa de la cabeza a la mujer. Se puso al pie del cuerpo y con su mirada perdida parecía que contemplaba su obra. Después, Alberto se arrodilló y abrazó el cuerpo de su madre.